Venezuela, el espejo roto en el que se mira el kirchnerismo
Venezuela está cada día peor. Cuando Chávez murió, ya estaba resquebrajada. Y Maduro completó la tarea de romperla. Los números de la catástrofe impresionan, y el diagnóstico del chamán político que la conduce agrava la enfermedad tanto como los tóxicos brebajes institucionales que le ofrece a su pueblo el gobierno del hombre del pajarito. Si no fuera una tragedia humana, social, económica y cultural de espantosos alcances, se podría decir que aparecen en la escena los ingredientes necesarios para elaborar una comedia tropical. Pero la violencia constante y creciente cambia el género y la convierte en drama.
Aunque el verborrágico Maduro lo niegue, en ese país caribeño hay más de 200 presos políticos, cifra que junto a la emigración masiva de venezolanos y la desoída voluntad popular expresada en los últimos comicios, desencuadra del formato democrático a un gobierno que se vacía de respaldo ciudadano al mismo ritmo que se carga de violencia.
Los números del desmadre son más expresivos que las palabras. Veamos.
Desde 1998, la revolución bolivariana acumula más de 250.00 asesinatos. Según el Observatorio Venezolano de Violencia (OVV) integrado por siete universidades públicas y privadas, en 2015 se llegó a la cima de 90 homicidios por cada 100.000 habitantes (27.875 ese año), cifra terrible que contrasta, en el otro extremo, con la tasa de Europa Occidental, que muestra el exiguo número de 1 muerto cada 100.000 habitantes (Base de datos de Estadísticas de homicidios internacionales de la Oficina de las Naciones Unidas contra la Droga y el Delito).
En el plano económico, la inflación en 2016 trepó al 750 por ciento, y la de este año se proyecta a 1.500 por ciento. El PBI se contraerá un 6 por ciento, en tanto que el correspondiente a 2016, se encogió un 12 por ciento. En los tres últimos años, las importaciones se redujeron un 85 por ciento y la economía que depende del petróleo, un 96 por ciento. El 75 por ciento de la población vive bajo la línea de pobreza, y el desabastecimiento de los productos básicos llega al 60 por ciento, en tanto que en algunos segmentos alcanza el 80 por ciento. La escasez de medicamentos es del 78 por ciento, y la falta de medicamentos en droguerías asciende al 85 por ciento. Entre tanto, en los hospitales hay decenas de miles de personas en lista de espera para operarse. La emergencia alimentaria y sanitaria emite señales pavorosas. En las maternidades, crece sin cesar el número de muertes de neonatos, y de malformaciones relacionadas con déficit de comida, la ausencia de controles médicos y de cuidados elementales durante los embarazos. Ni qué decir lo que ocurre con los cerebros de los niños sometidos a estas condiciones. La destrucción de neuronas los condena a un futuro de marginalidad. Y todo en nombre de la revolución socialista del siglo XXI, a la que Chávez acollaró, para americanizarla, el evocador nombre de Simón Bolívar.
El autor del concepto, el marxista científico alemán Heinz Dieterich, que se había entusiasmado al comienzo con la perspectiva de instalar en Venezuela un nuevo laboratorio socialista en un mundo donde el comunismo retrocedía a los tropezones (recordar la modernización de China, los avatares de Rusia, la evolución económica de los países del sudeste asiático, la lenta transformación de Cuba, por citar algunos casos importantes). Pero su alumno, el comandante Chávez no era fácil ni dócil, de modo que buscó darle su impronta americanista a las disquisiciones del sociólogo europeo. Con el tiempo, el maestro se enojó y tomó distancia, con comentarios críticos respecto del rumbo que tomaban los acontecimientos. Manifestó que Chávez había construido un rancho conceptual sobre el rascacielos elevado por el pensamiento de Marx y Lenin.
En verdad, el comandate bolivariano convirtió en cotillón revolucionario algunos títulos atractivos elaborados por el sociólogo germano. El envase se autonomizaba del contenido y pesaban más las etiquetas, convertidas en consignas, que el trabajo de fondo del escritor. Chávez, el gran showman de la política latinoamericana, jugaba con palabras y conceptos, y los reducía al tamaño de consignas de fácil absorción para las masas tantas veces estafadas, pese a que Dieterich alertaba sobre la indigestión teórica de una sociedad incapaz de metabolizar la sobredosis política.
En cualquier caso, lo que éstas no imaginaban era que estaba en curso un nuevo timo. La utopía, que atrae como el canto de las sirenas, se iba transformando en cruda distopía.
Ahora, con su ampulosa y ya intolerable retórica, Maduro está cada día más cerca de emplear la organizada logística de su huida a Cuba. Es que la repulsa de la sociedad crece a la velocidad del hambre que aqueja a la población. El problema, en esta hipótesis, radica en la definitiva confección de la lista de pasajeros privilegiados con la asignación de asientos en los cuatro aviones preparados para remontar vuelo hacia ese otro paraíso perdido: la Cuba de Raúl Castro.
Los hechos están a la vista y comunican a los cuatro vientos el costosísimo fin de fiesta populista financiado hasta el agotamiento político por un mar de petróleo. Al cabo, el espejo en el que aún se mira el modelo kirchnerista, está roto. Y lo grave, para nuestro país, es que sus seguidores no terminan de verlo porque están ciegos.
Aunque el verborrágico Maduro lo niegue, en ese país caribeño hay más de 200 presos políticos, cifra que junto a la emigración masiva de venezolanos y la desoída voluntad popular expresada en los últimos comicios, desencuadra del formato democrático a un gobierno que se vacía de respaldo ciudadano al mismo ritmo que se carga de violencia.
Los números del desmadre son más expresivos que las palabras. Veamos.
Desde 1998, la revolución bolivariana acumula más de 250.00 asesinatos. Según el Observatorio Venezolano de Violencia (OVV) integrado por siete universidades públicas y privadas, en 2015 se llegó a la cima de 90 homicidios por cada 100.000 habitantes (27.875 ese año), cifra terrible que contrasta, en el otro extremo, con la tasa de Europa Occidental, que muestra el exiguo número de 1 muerto cada 100.000 habitantes (Base de datos de Estadísticas de homicidios internacionales de la Oficina de las Naciones Unidas contra la Droga y el Delito).
En el plano económico, la inflación en 2016 trepó al 750 por ciento, y la de este año se proyecta a 1.500 por ciento. El PBI se contraerá un 6 por ciento, en tanto que el correspondiente a 2016, se encogió un 12 por ciento. En los tres últimos años, las importaciones se redujeron un 85 por ciento y la economía que depende del petróleo, un 96 por ciento. El 75 por ciento de la población vive bajo la línea de pobreza, y el desabastecimiento de los productos básicos llega al 60 por ciento, en tanto que en algunos segmentos alcanza el 80 por ciento. La escasez de medicamentos es del 78 por ciento, y la falta de medicamentos en droguerías asciende al 85 por ciento. Entre tanto, en los hospitales hay decenas de miles de personas en lista de espera para operarse. La emergencia alimentaria y sanitaria emite señales pavorosas. En las maternidades, crece sin cesar el número de muertes de neonatos, y de malformaciones relacionadas con déficit de comida, la ausencia de controles médicos y de cuidados elementales durante los embarazos. Ni qué decir lo que ocurre con los cerebros de los niños sometidos a estas condiciones. La destrucción de neuronas los condena a un futuro de marginalidad. Y todo en nombre de la revolución socialista del siglo XXI, a la que Chávez acollaró, para americanizarla, el evocador nombre de Simón Bolívar.
El autor del concepto, el marxista científico alemán Heinz Dieterich, que se había entusiasmado al comienzo con la perspectiva de instalar en Venezuela un nuevo laboratorio socialista en un mundo donde el comunismo retrocedía a los tropezones (recordar la modernización de China, los avatares de Rusia, la evolución económica de los países del sudeste asiático, la lenta transformación de Cuba, por citar algunos casos importantes). Pero su alumno, el comandante Chávez no era fácil ni dócil, de modo que buscó darle su impronta americanista a las disquisiciones del sociólogo europeo. Con el tiempo, el maestro se enojó y tomó distancia, con comentarios críticos respecto del rumbo que tomaban los acontecimientos. Manifestó que Chávez había construido un rancho conceptual sobre el rascacielos elevado por el pensamiento de Marx y Lenin.
En verdad, el comandate bolivariano convirtió en cotillón revolucionario algunos títulos atractivos elaborados por el sociólogo germano. El envase se autonomizaba del contenido y pesaban más las etiquetas, convertidas en consignas, que el trabajo de fondo del escritor. Chávez, el gran showman de la política latinoamericana, jugaba con palabras y conceptos, y los reducía al tamaño de consignas de fácil absorción para las masas tantas veces estafadas, pese a que Dieterich alertaba sobre la indigestión teórica de una sociedad incapaz de metabolizar la sobredosis política.
En cualquier caso, lo que éstas no imaginaban era que estaba en curso un nuevo timo. La utopía, que atrae como el canto de las sirenas, se iba transformando en cruda distopía.
Ahora, con su ampulosa y ya intolerable retórica, Maduro está cada día más cerca de emplear la organizada logística de su huida a Cuba. Es que la repulsa de la sociedad crece a la velocidad del hambre que aqueja a la población. El problema, en esta hipótesis, radica en la definitiva confección de la lista de pasajeros privilegiados con la asignación de asientos en los cuatro aviones preparados para remontar vuelo hacia ese otro paraíso perdido: la Cuba de Raúl Castro.
Los hechos están a la vista y comunican a los cuatro vientos el costosísimo fin de fiesta populista financiado hasta el agotamiento político por un mar de petróleo. Al cabo, el espejo en el que aún se mira el modelo kirchnerista, está roto. Y lo grave, para nuestro país, es que sus seguidores no terminan de verlo porque están ciegos.
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